Se trata de un texto ficticio que escribí una mañana de domingo en la cual lo primero que se me pasó por la cabeza tras despertarme y desayunar fue sentarme a escribir, y eso hice.
Me desperté sobresaltado por el ruido de mis vecinas hablando a voz en grito sobre cualquier estupidez para nada importante. ¡Eran las 11:00! Maldije el despertador por no haber sonado cuando debía y comencé a vestirme apresurado. Me habían contratado para trabajar en el nuevo parque de atracciones de la ciudad de al lado y el desfile de inauguración era en media hora.
Me vestí rápidamente con lo primero decente que encontré por el armario, y fui directo a la cocina a tomarme un zumo de naranja y un yogur. Al no darme tiempo para más, me eché una napolitana a la mochila para completar más tarde el desayuno.
Me lavé la cara, me arreglé un poco el pelo, cogí las llaves del coche, y comencé a bajar las escaleras de casa. Cuando iba por los últimos escalones, mi madre me llamó:
-¡Mucha suerte en tu primer día de trabajo cariño!
No tenía ganas ni tiempo de discutir, y menos de escuchar sus sermones, pero aun así contesté:
-Sí, cuatro años de carrera y para poder hacer un estúpido máster tengo que disfrazarme de animal de granja.
Magnífica sociedad en las que solo aquellos a los que les dan becas o aquellos a cuyos padres les sobra el dinero pueden cursar lo que quieran, luego hablan de educación para todos. Pero bueno, me acordé de aquellos que tienen una familia que cuidar y tan solo reciben un injusto sueldo y ese sentimiento de empatía me calmó un poco.
Abrí la puerta de la cochera, arranqué el coche, y salí disparado rumbo al parque temático. Aquel que tanto había criticado por hacerse en medio del campo, derribando varias casas abandonadas que algunos consideraban restos históricos, y en el que ahora iba a trabajar. ¡Viva la hipocresía!
De camino me topé con un familiar que me saludó esperando a que parara a hablar con él. Lo tuve que ignorar para poder llegar a tiempo. Luego, por un perro que mato, me llamaran mataperros, o más bien antipático.
Llegué y aparqué en la zona de empleados. Al menos habían tenido esa buena idea, porque el parking estaba a rebosar de gente que no sabía cómo entretenerse aquel sábado y había acabado aceptando la petición de sus hijos de ir al nuevo parque de atracciones.
¿Y por qué cojones pensé eso? ¡Igual eran, simple y llanamente, familias felices que querían disfrutar de un día en convivencia! Bueno, dejémoslo en que levaba un día de perros. Desde que me había levantado todo habían sido apresuramientos y nerviosismos.
El encargado de los que íbamos a ir disfrazados nos comunicó que teníamos que hacer, repartiéndonos mientras hablaba un vergonzoso traje a cada uno. -Me han contratado para vigilar el funcionamiento de las diversas atracciones, pero un sacrificio inicial no debería molestarme mucho si luego la recompensa es sueldo aceptable- Pensé.
El desfile empezó más o menos a las doce menos cuarto. Mi papel era situarme entre otros dos con el mismo disfraz de gallina emplumada que yo y andar en fila india durante todo el recorrido. Irónicamente, así me sentía. Como un “gallina” por no haber dicho que aquello me parecía una gilipollez.
Una panda de críos empezó a reírse de nosotros, especialmente del disfraz que llevábamos (afortunadamente nos cubría enteros, solo se nos veían los ojos). Empecé a maldecirlos para mis adentros y tuve que controlar mi rabia. Al fin y al cabo aquello era mi primer trabajo, tan decente como cualquier otro.
Seguimos desfilando y, unos metros después, una niña pequeña con un pañuelo azul en la cabeza vino corriendo hacia mí escapándose de sus padres. Se quitó el pañuelo dejando a la luz su cabecita calva y, ofreciéndomelo, me dijo:
-¡Toma! Te lo doy por si algún día tienes cáncer y se te caen las plumas.
Creo que ha sido la frase más bonita que he escuchado en mi vida, y tuve la suerte o desgracia de ser el único que la escuchó. Los padres de la niña se la llevaron pidiéndome disculpas, pero en ese momento solo tenía conciencia de la alegría que me inundaba, condensada en lágrimas que empaparon el interior de mi traje.
No pasó nada digno de mención durante el resto de mi día y me fui a dormir con idea rondándome la cabeza: Con niños así merece la pena seguir creyendo en la belleza de la inocencia, capaz de hacer florecer los más hermosos sentimientos y hacernos creer que el ser humano es amable por naturaleza. Inocente yo de pensar aquello, mas el día a día es lo que más influye en nuestras ideas.